Botonera

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21.3.16

EL FANTASCOPIO: BEST OF ENEMIES (ROBERT GORDON-MORGAN NEVILLE, 2015)



BEST OF ENEMIES 
(ROBERT GORDON - MORGAN NEVILLE, 2015) 


 NUNCA ME SENTARÍA A TU MESA


POR MARIEL MANRIQUE



Corría el verano de 1968. El año del asesinato de Martin Luther King Jr. y Bobby Kennedy, la declinación de la esperanza en el triunfo en la guerra de Vietnam y la oposición doméstica rabiosa al intervencionismo “imperial” americano. Estados Unidos iba a elecciones presidenciales, se avecinaban las convenciones partidarias y el canal ABC salía, invariablemente, tercero entre tres. ABC era David frente a un Goliat bifronte: NBC y CBS, provistos de los recursos técnicos y las estrellas periodísticas necesarias para cubrir, con altos índices de audiencia, la “carrera hacia la Casa Blanca”. Los ejecutivos de ABC recordaron entonces que dos hombres se odiaban, que ambos eran celebridades intelectuales, que uno encarnaba el movimiento conservador y el otro era el enfant terrible de la izquierda, y se preguntaron por qué no sentarlos frente a frente a debatir lo que sucedería en Miami y en Chicago, en diez rounds televisados y ante los televidentes de un país que aún creía en la tele.

Quizá ese país creía en la tele porque la tele todavía era capaz de darle, como agua en el desierto de las hipócritas frases de ocasión y la beligerancia impostada y a los gritos, un “momento de verdad”. No hay “una verdad” sino momentos que pueden golpear su nervio y sacarlo de su caja. La caja anestesiada por los falsos rituales de la “sana convivencia” entre oponentes, la corrección política y el latiguillo tranquilizador y soporífero de que “no hay enemigos sino adversarios”. Bueno, William Buckley Jr. y Gore Vidal eran enemigos. Se despreciaban, con un desprecio sofisticado y pertinaz que modeló como una torre a punto de estallar sus diez apariciones televisivas a dúo.

Habían nacido en el mismo año (1925), hablaban la misma “lánguida lengua patricia”, habían sido alumnos de internado, veteranos de guerra y candidatos políticos fallidos, pertenecían a los círculos de los poderosos de élite y trazaban líneas paralelas: Buckley Jr. había fundado la derechista National Review, conducía el talk-show Firing Line, escribía columnas políticas y se movía en los círculos de Nixon y Reagan; Vidal triunfaba como guionista en Hollywood, ensayista y autor de obras de teatro en Broadway y novelas best-sellers, como la sátira en forma de fantasía sexual trans-género Myra Breckinridge, publicada ese mismo año 1968 para consternación y oprobio de los defensores de “la ley y el orden”. Mientras tanto, asesoraba a la familia Kennedy, en la que compartía padrastro con Jackie. La ley y el orden eran las banderas del católico Buckley Jr., y también las de la clase media aterrorizada por la posible pérdida de los beneficios del New Deal (¿les suena actual?). 

Por más rancio que oliera su aparato teórico, el atildado Will era tan carismático y elegante en su defensa como lo era Vidal en la prédica de una sociedad “nueva”, en la que se respetarían los derechos civiles y se erradicarían las etiquetas sexuales. Eran dos polemistas brillantes de respuestas rápidas como latigazos, dos esgrimistas verbales de lujo, de estocada letal. Si el debate político debieran ser dos tipos sentados a una mesa a la buena de Dios, eso fueron estos diez debates bautizados A second look, con la modesta moderación de Howard K. Smith y el escuálido rating de ABC catapultado en línea ascendente.

Como Vidal, por supuesto, no creía en la ayuda de Dios, revisó como un poseso el pasado de Buckley Jr. y apuntó con esmero (y cierta delectación, supongo) la lista de sus calamidades, para espetárselas en público a la primera de cambio. Vidal conocía el valor del archivo y se lo llevaba al piso, anotado y subrayado.



La inteligencia de Best of Enemies es anclar el relato en esa decena de debates súbitamente transformados en deporte sangriento y llevarlo hacia adelante y hacia atrás con los recursos clásicos del género: bustos parlantes en justa correlación de número y perspectiva para ambas partes, material de archivo -de las convenciones partidarias y las refriegas callejeras con manifestantes antibelicistas que terminaron en la represión policial de la “Masacre de Michigan Avenue”-, y la voice-over de John Lightgow y Kelsey Grammer para resucitar a los polemistas muertos. La economía de recursos, y su clasicismo, es una opción simple y potente: el debate es puesto en su contexto personal y social pero su tensión creciente es el centro de gravedad constante de la película. Vidal y Buckley Jr. intercambian opiniones sobre el derecho a la libertad de expresión, la ética del imperialismo o la intervención armada en el exterior, pero Gordon y Neville nunca pierden de vista que el combustible que hace girar la rueda de esos encuentros, y de este documental, y del interés que este documental provoca, es el odio mutuo entre dos pesos pesados de la reflexión política. Si ese odio es oro en polvo, ¿para qué contaminarlo con ornamentos?; si es un subrayado en sí mismo, ¿para qué subrayarlo?

Ese odio envuelve como una baba sibilina cada palabra pronunciada, y convierte cada mirada en un proyectil peyorativo y cada sonrisita en un dechado de auténtica sorna. Es odio de verdad y sorprende y cautiva porque, en la tele, nada, pero nada, es verdadero, ni siquiera (y sobre todo) una transmisión en vivo y mucho menos, muchísimo menos, un debate político, guionado en base a encuestas y análisis de focus groups, “coacheado” por un ejército de asesores y basado en decir lo que “la gente” -esa entelequia seccionada, como una res, en cortes y cuadros- supuestamente quiere escuchar. Como sostiene Christopher Hitchens (otro transgresor irredimible hasta el último de sus días), estos dos tipos se consideraban el uno al otro un peligro para la nación. 




Para Vidal, Buckley Jr. era una “María Antonieta de la derecha”, que salía a navegar al sol y paseaba su rubicundez por aguas previsibles y pestilentes. Para Buckley Jr., Vidal era un pervertido y un pornógrafo, que escribía sus obscenidades en una casa colgada de un precipicio inverosímil frente al golfo de Sorrento. En el primer debate, Vidal celebró la compañía del “distinguido” Buckley Jr., cuya presencia -agregó con un refinamiento mordaz- le dejaba siempre un “residuo de náusea”. Buckley Jr. lo miró como a un enfermito, es decir, como siempre lo había mirado.

Sí, Best of Enemies es un documental triste. Porque ya no quedan celebridades intelectuales de este fuste, porque sus versiones actuales no suelen enfrentarse cara a cara y sin red y, sobre todo, porque uno tiene la sensación de que, terminado el debate (es decir, el número de circo con sus ejemplares amaestrados) y fuera de cámara, todos se abrazan y se dan palmaditas en la espalda, se felicitan y se van a cenar juntos. Pero también porque los “momentos de verdad” tienen una belleza ambigua: son sublimes (dinamitan hasta la máscara elemental de las buenas maneras, exponen en crudo lo que hay y se manifiestan como pura evidencia incontrovertible) y al mismo tiempo son atroces (le quitan la tapa al inconsciente y la llave al candado de los insultos).

Así fue el “momento de verdad” en el penúltimo debate Vidal-Buckley Jr.: Vidal le lanzó un “cripto-nazi” y Buckley Jr. se lo devolvió con un “marica”. El contenido Will arrojó un “now, listen, you queer!”, un “queer” -modulado con todos sus hipertensos músculos faciales- que en esa época equivalía a un “fagot”, o sea, lisa y llanamente, a un “puto”. Escupió: “Oíme, puto, dejá de decirme cripto-nazi o te estampo un puñetazo que te dejo plastificado contra el piso”. Pareció que estaba a punto de cazar a Vidal por las solapas. Vidal, espléndido e impertérrito, respondió: “Oh, Will, eres extraordinario”. Y ganó por nocaut. Miren el match en las redes o vía Netflix, está tan lejos como la llegada a la luna o la vida sin móvil ni wi-fi.


Afuera, una multitud desplegaba la bandera del Viet Cong y coreaba el nombre de Ho Chi Minh. Vidal la había visto de cerca, entre gases lacrimógenos, acompañado por Paul Newman y Arthur Miller. Buckley Jr. había llegado al estudio sin dormir, molesto porque el ruido de los disturbios se oía desde el piso 14 del hotel en el que se alojaba.

Por supuesto, los dos la siguieron fuera de la tele, con diatribas cruzadas en la revista Esquire y, después, en los tribunales. Esa cereza en la torta que fue su “queer” afectó a Buckley Jr. hasta la muerte. No se avergonzaba de haberle dicho “puto” a Vidal (el “momento de verdad” lo había liberado de los eufemismos y el cálculo biliar de su homofobia), sino de haber perdido la compostura. Vidal, que lo sobrevivió (amputado de némesis, olvidado y, según los testimonios, peleando con sus fantasmas cual Norma Desmond en Sunset Boulevard), le dedicó, a su muerte, un obituario digno del desprecio de altísima calidad que se habían prodigado: “El infierno será un lugar más animado ahora, considerando que William Buckley Jr. se reunirá allí con todos aquellos a quienes sirvió en vida, aplaudiendo sus prejuicios y avivando sus odios”.

No se sentaron a otra mesa que no fuera la del sencillo estudio montado por ABC, y eso porque les permitía explicar ante diez millones de personas sus irreconciliables visiones del mundo. Fue glorioso y fue triste. Fue televisado y fue real.